martes, agosto 26, 2025

Salvador Illa convierte El Prat en la nueva trinchera del soberanismo

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El aeropuerto de El Prat no es un aeropuerto cualquiera. Es el santuario donde confluyen el comercio global, la política autonómica y la letra, tantas veces reinterpretada, de la Constitución española. Allí donde los turistas creen ver únicamente colas de embarque y cintas de equipaje, los juristas y politólogos saben que se libra otra batalla: la de la distribución del poder en España. Lo que Salvador Illa ha puesto sobre la mesa —la cogobernanza autonómica del sistema aeroportuario catalán— no es un movimiento táctico, es un ensayo de mutación constitucional, una variación que se propone al margen del procedimiento formal de reforma, como si España fuera un laboratorio jurídico donde lo provisional se hace permanente.

En sus pistas no solo despegan aviones: despega también el imaginario de un nuevo pacto territorial. Y como todo pacto en España, no nace de la calma sino de la fricción, del roce histórico entre el centro y la periferia, entre el guardián estatal y la autonomía que pugna por volar más alto.

La montaña constitucional y sus grietas

El constituyente de 1978, con la memoria aún caliente de un Estado centralista que se desmoronaba, quiso reservar al Estado los puertos y aeropuertos de interés general. Lo hizo a través del artículo 149.1.20ª CE, que se ha interpretado como una muralla, una catedral de piedra destinada a proteger las arterias de la soberanía. Los aeropuertos eran algo más que infraestructuras: eran las puertas de la nación, los límites por los que entraba y salía el pulso económico y simbólico de España.

Durante décadas, esa muralla se mantuvo firme. AENA, con más de la mitad de su capital en manos públicas, fue la prueba viviente de que el control estatal seguía vigilante. Pero la historia española nos ha enseñado una y otra vez que ninguna muralla permanece intacta. Como el agua que se filtra por las rendijas de una presa, las tensiones autonómicas acaban encontrando resquicios. El Estatut de Cataluña, en su artículo 169.5, plantó la semilla: la Generalitat podía participar en los órganos de planificación y coordinación del transporte. Una participación consultiva, meramente ritual, que parecía inofensiva. Pero todo ritual es una semilla y, en política, las semillas siempre encuentran jardineros.

Ahora, Salvador Illa propone que esa semilla germine en forma de Consejo Rector Aeroportuario con capacidad decisoria. Es un salto ontológico: pasar del consejo que aconseja al consejo que gobierna. Un cambio que no solo altera el organigrama, sino el equilibrio mismo entre Estado y autonomía. El mito constitucional se resquebraja por sus costuras.

Fiscalidad: el viejo sueño de la alquimia tributaria

Detrás de la cogobernanza late otro corazón: el fiscal. Porque quien gobierna un aeropuerto no solo decide sobre terminales o rutas, también sobre ingresos y tributos. La Generalitat sabe que el verdadero poder no está en las reuniones de coordinación, sino en las arcas que se llenan con tasas, cánones y rendimientos derivados de la actividad aeroportuaria. Así, en el régimen común, los impuestos más jugosos —IRPF, IVA, IS— se reparten entre Estado y autonomías según la Ley 22/2009, con márgenes limitados para la intervención autonómica. El IVA, por ejemplo, es intocable. Pero nada impediría diseñar un modelo en el que parte de las tasas aeroportuarias o de las contribuciones medioambientales se gestionen desde Cataluña.

Este sería el inicio de un “cupo catalán” encubierto. No la ruptura abierta del modelo de financiación, sino su erosión gradual mediante excepciones ad hoc. Y aquí asoma la vieja sombra del artículo 138 CE, que blinda la igualdad entre territorios y prohíbe privilegios económicos o fiscales. Cada vez que se abre una rendija para un territorio, el resto observa con recelo. Así sucedió con el Concierto vasco y el Convenio navarro, aceptados como reliquias históricas, pero siempre discutidos por otras comunidades. Reproducir ese modelo en Cataluña significaría transformar el sistema de financiación en una colcha de retales.

La jurisprudencia constitucional es clara: en la STC 31/2010 ya se subrayó que la Constitución permite la delegación de competencias, pero no la ruptura del marco común. El legislador estatal puede abrir compuertas, pero no entregar el cauce entero. En otras palabras: se puede compartir el agua, pero no ceder el río. Y, sin embargo, la tentación de Cataluña es siempre la misma: hacer alquimia con los tributos, convertir la cesión en soberanía fiscal encubierta.

Frankenstein normativo: la criatura bicéfala

El diseño de una autoridad aeroportuaria catalana con competencias reales recuerda a un experimento de Frankenstein. El Derecho Administrativo, al que solemos imaginar como un orden racional, se convierte aquí en un laboratorio donde se cosen piezas dispares: el monopolio estatal, la consulta autonómica, la ambición política. En este sentido, habría que tener en cuenta que ciertos elementos son indisponibles: la seguridad aérea, el control del espacio aéreo, la navegación internacional. Pero en los márgenes, en los servicios de tierra, en la planificación urbanística o en el impacto medioambiental, sí cabría una delegación.

El resultado sería una criatura híbrida, con dos cabezas que miran en direcciones distintas. El Estado, preocupado por la seguridad y la integridad del sistema. Cataluña, interesada en orientar las inversiones hacia sus propios objetivos estratégicos. Un monstruo bicéfalo que, como en los mitos griegos, solo sobreviviría mientras sus dos mitades logren coordinarse. Y la experiencia española nos enseña que esa coordinación suele durar lo que tarda en llegar la primera crisis.

El espejo europeo: federalismos fragmentados

Europa aparece siempre como el espejo donde mirarse, aunque a menudo devuelve imágenes deformadas. Alemania permite que los Länder gestionen aeropuertos en régimen compartido con el Estado federal. Italia reconoce a las regiones competencias significativas en transporte. Bélgica es el paradigma: Zaventem, el gran aeropuerto de Bruselas, es gestionado bajo un sistema mixto que refleja la complejidad del Estado belga.

Los defensores de la cogobernanza catalana citan estos ejemplos como legitimación. Pero olvidan que España no es un Estado federal puro, sino una criatura extraña: un Estado autonómico donde la descentralización no está cerrada ni plenamente armonizada. Y ahí reside la diferencia. Lo que en Alemania es norma, en España se convierte en excepción. Lo que allí es sistema, aquí sería anomalía.

El País Vasco ha abierto ya una vía con la negociación de una filial de AENA participada por su gobierno. Pero esa anomalía se justifica en su régimen foral, blindado en la Constitución. Cataluña carece de ese escudo. Lo suyo es un martillazo en la roca constitucional, un intento de tallar fueros modernos en un texto que no los contempló.

El Prat como ágora: historia y mito

El Prat, más que una infraestructura, es un escenario. Como los antiguos foros romanos o las plazas castellanas, es un ágora donde se representan los conflictos de poder. En el siglo XVIII, la centralización borbónica eliminó los fueros de la Corona de Aragón para imponer la uniformidad. En el XIX, la construcción radial de las líneas ferroviarias, todas convergentes en Madrid, se convirtió en símbolo del centralismo. Hoy, en el XXI, la pugna se juega en las pistas de un aeropuerto que conecta Barcelona con el mundo.

La metáfora es poderosa: mientras los trenes del XIX reforzaban el eje radial madrileño, los aviones del XXI escapan de él. Cada vuelo de El Prat es una fuga del modelo radial, una conexión directa que no necesita pasar por Barajas. Esa autonomía logística se convierte ahora en bandera política. Illa lo sabe: gobernar El Prat es gobernar el símbolo de una Cataluña que mira a Europa sin pasar por Madrid.

ERC lo entiende aún más: cogobernar El Prat es ensayar un modelo de cogobernanza del Estado. Es un teatro donde lo que se juega no es el embarque de un vuelo, sino la representación de un pacto territorial.

Las incógnitas que pesan como plomo

Las cuestiones técnicas no son menos graves que las políticas. ¿Qué papel real tendría la Generalitat en decisiones estratégicas de inversión o ampliación? ¿Podría influir en la tarificación de las tasas aeroportuarias, con impacto directo en las aerolíneas y en la cotización bursátil de AENA? ¿Quién asumiría la responsabilidad patrimonial en caso de disfunciones, accidentes o conflictos de competencias? Recordemos que legalmente una administración no puede transferir la función sin transferir también la responsabilidad. Y en un sistema cogestionado, esa responsabilidad se convierte en un campo minado de pleitos.

La inseguridad jurídica, además, tiene efectos económicos. Los inversores miran con recelo cualquier fórmula que introduzca incertidumbre en la gestión de AENA. La bolsa no entiende de fueros ni de autonomías: entiende de estabilidad. Y lo que Salvador Illa propone es, precisamente, lo contrario: un experimento incierto, cargado de simbolismo pero pobre en garantías.

Mutación constitucional sin reforma expresa

El Prat se ha convertido en el laboratorio del Estado autonómico. Lo que se juega allí no son solo vuelos ni pasajeros: es el modelo territorial de España. Si la cogobernanza prospera, se habrá ensayado una mutación constitucional sin reforma expresa, un “cuasiconcierto catalán” que reabre la vieja herida de la igualdad territorial. Lo que se presenta como pragmatismo puede acabar convertido en precedente, y en España los precedentes son siempre semillas de conflicto.

España ha vivido siglos de tensiones entre centro y periferia. Desde los fueros medievales hasta la radialidad ferroviaria, desde las guerras carlistas hasta el procés, el conflicto nunca se resuelve del todo: se transforma, muta, se desplaza. El Prat es un capítulo más en esa saga interminable. La pista donde Estado y Generalitat ensayan si pueden volar juntos sin estrellarse. Un vuelo sin plan de aterrizaje, cargado de promesas y de riesgos.

La pregunta es si esta vez, como tantas en la historia, el avión despegará hacia un nuevo pacto territorial o se perderá en una tormenta jurídica. Mientras tanto, El Prat sigue siendo el mito contemporáneo donde España mide su capacidad para reinventarse o, quizás, para repetirse.

Adrián Atienza Ruiz
Adrián Atienza Ruiz
Director Editorial
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