domingo, septiembre 28, 2025

La malversación espectral: Begoña Gómez y la quiebra de la higiene institucional

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En el templo de la Justicia, a veces lo más elocuente no son las palabras, sino las ausencias. El sábado en que el juez Juan Carlos Peinado convocó a los acusados, el silencio fue más sonoro que cualquier alegato. Allí no se presentó Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno, ni tampoco los otros dos investigados. En su lugar, los abogados ocuparon las sillas, como sombras revestidas de toga que hablaban por bocas ausentes. La liturgia judicial se cumplió, pero el aire estaba impregnado de vacío.

La Fiscalía tomó la palabra y, sin sorpresa para quienes siguen el proceso, pidió el archivo de la causa por malversación. Reconoció lo evidente: que existían 121 correos electrónicos en los que la asesora eventual de Moncloa, pagada con fondos públicos, había colaborado en asuntos vinculados a la cátedra universitaria de Gómez. Pero recordó también lo esencial: que el Código Penal exige algo más que correos electrónicos para que pueda hablarse de malversación.

Así, con voz medida, el fiscal explicó que no había funcionario público en sentido penal, ni disposición de caudales, ni perjuicio patrimonial. El altar del delito exige sacrificio real, y en este caso solo había humo. Pero el gesto, aparentemente técnico y neutro, estaba cargado de implicaciones políticas: la Fiscalía, órgano que depende jerárquicamente del Fiscal General nombrado por el Gobierno, se colocaba del lado de la defensa en un asunto que toca directamente a la familia del presidente. Y en ese choque entre lo jurídico y lo político comienza la verdadera narración.

La malversación: un delito convertido en fantasma político

La malversación, recogida en el artículo 432 del Código Penal, no es un capricho normativo: es uno de los delitos más graves contra la Administración pública, concebido para castigar a la autoridad o funcionario que, con ánimo de lucro, sustrajere caudales o efectos públicos que tenga a su cargo.

En la historia española, esa figura se ha convertido en arquetipo de la traición política. Pronunciar su nombre es convocar fantasmas: los ERE andaluces, Gürtel, Filesa, Púnica. Es la imagen del político que roba al pueblo desde el corazón del Estado, el sacrilegio cometido contra la caja común. Su peso simbólico es tan enorme que cualquier conducta impropia dentro de la Administración parece querer ser subsumida en él.

Pero la fuerza simbólica tiene un riesgo: la tentación de trivializarlo. En un país donde la política es espectáculo y la justicia se vive en titulares, basta un correo electrónico, una llamada o una agenda compartida para que se hable de malversación. Como si todo uso impropio de un medio público fuera ya delito. Como si la incorrección ética equivaliera al saqueo del erario.

El Derecho penal, en su formulación más estricta, exige un sacrificio patrimonial: un dinero que falta, una desviación de fondos probada, un perjuicio económico real. Bajo esa lógica, los correos de la asesora no alcanzan el umbral típico de la malversación. Pero que no exista delito no significa que no exista reproche. Lo grave no es solo que el Derecho penal no pueda entrar, sino que la política española haya aprendido a moverse precisamente en esa zona gris donde lo éticamente reprobable queda impune jurídicamente. Y es ahí, en ese desajuste entre la ley y la ética, donde germina la desafección ciudadana

El personal eventual y el limbo jurídico del poder

La figura de la asesora de Gómez no pertenece al funcionariado tradicional, sino a ese limbo del personal eventual, regulado en el artículo 12 del Estatuto Básico del Empleado Público (Ley 7/2007). Son los habitantes de la penumbra administrativa: nombrados y cesados libremente, destinados a tareas de confianza y asesoramiento especial, sin las garantías del funcionario de carrera ni la legitimidad del cargo electo.

El artículo 24 del Código Penal amplía la condición de funcionario a quienes, sin serlo formalmente, participan en funciones públicas. Pero la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha delimitado con precisión:

  • En la STS 349/2021 (21 abril) se dejó claro que solo quien desempeñe funciones materiales de gestión pública puede considerarse funcionario a efectos penales.
  • En la STS 120/2016 (16 febrero) se subrayó que la cercanía al poder no basta: hace falta acceso real a caudales públicos.
  • En la STS 344/2021 (29 abril) se distinguió el uso residual o logístico de recursos públicos —no constitutivo de malversación— de la apropiación o desviación patrimonial, que sí lo es.

El eventual, entonces, vive en un terreno intermedio: ni ciudadano común ni guardián del tesoro. Puede enviar correos, organizar agendas, coordinar reuniones, pero no dispone de fondos ni custodia caudales.

Y si no hay caudales a su cargo, difícilmente puede malversar. Esa es la primera grieta del caso: aunque los correos existan, aunque se enviaran desde Moncloa, no cumplen el requisito esencial de acceso patrimonial. Lo que hay es, en el mejor de los casos, un desvío logístico, un uso impropio de medios. Pero no un expolio del patrimonio común.

La Fiscalía: guardiana y prisionera

En teoría, la Fiscalía cumplió su papel al pedir el archivo. Defendió la tipicidad estricta: no hay funcionario público en sentido penal, no hay disposición de caudales, no hay perjuicio económico. Desde el punto de vista técnico, el argumento es impecable.

Pero en España, donde la política y el derecho se entrelazan como en un drama barroco, nada es tan sencillo. El artículo 124 de la Constitución establece que el Ministerio Fiscal actúa con unidad de criterio y dependencia jerárquica. Y el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (EOMF) dispone que el Fiscal General del Estado es nombrado por el Gobierno.

Eso significa que en un caso que afecta directamente a la esposa del presidente, aunque el razonamiento jurídico sea sólido, la apariencia de imparcialidad queda inevitablemente dañada. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos lo ha dicho con claridad: no basta con la independencia real, también se requiere la apariencia de independencia (Piersack c. Bélgica, 1982; Kyprianou c. Chipre, 2005).

La Fiscalía, atrapada en este diseño institucional, se convierte en un personaje trágico: guardiana de la tipicidad penal, sí, pero prisionera de una estructura que la hace aparecer como brazo del Ejecutivo. Y cuando defiende el archivo de la causa, aunque lo haga con argumentos técnicos impecables, la ciudadanía sospecha que no habla solo la ley, sino también la política.

Las asociaciones de fiscales lo han denunciado en más de una ocasión: los nombramientos politizados minan la credibilidad del Ministerio Público. Y en casos como el de Begoña Gómez, la sospecha se hace carne.

Desenlace: la catedral vacía

El caso Begoña Gómez probablemente terminará en archivo en su vertiente penal. No hay funcionario en sentido estricto, no hay disposición de caudales, no hay perjuicio económico. Así lo imponen el artículo 432 del Código Penal, el EBEP, la jurisprudencia del Supremo y la doctrina restrictiva de la Fiscalía.

Pero lo jurídico no borra lo simbólico ni exonera lo ético. Porque aunque no encaje en la tipicidad de la malversación, resulta profundamente perturbador que desde el corazón de Moncloa se dedicaran horas, correos y recursos pagados con dinero público a sostener la agenda privada de la esposa del presidente del Gobierno. No es delito, pero sí menoscaba una mínima higiene institucional; no es saqueo del erario, pero sí una grieta que erosiona la confianza ciudadana en la imparcialidad y decencia de las instituciones.

La malversación es un delito sagrado contra el patrimonio común, y banalizarla es peligroso; pero más grave aún es resignarse a que lo que no encaja en el Código Penal quede sin reproche político, como si el poder tuviera derecho a vivir en esa zona gris donde lo inmoral se convierte en legal por omisión. La Fiscalía, atrapada entre su deber jurídico y su dependencia jerárquica del Ejecutivo, aparece como sacerdote de un altar contaminado: predica la tipicidad, pero calla ante la quiebra ética.

La Justicia española se asemeja a una catedral barroca: imponente en su fachada, solemne en su liturgia, pero cada vez con bancos más vacíos de fe. Los ciudadanos perciben que el poder político se refugia en tecnicismos penales, que los tribunales se mueven al compás del Gobierno y que la responsabilidad se mide con doble vara: implacable con el débil, comprensiva con el poderoso.

La conclusión es amarga pero inevitable: el Derecho penal no puede ser cajón de sastre, pero la política tampoco puede esconderse tras su silencio. España no puede seguir siendo un país donde el uso impropio de recursos públicos por parte de quienes rodean al poder se liquide con un archivo judicial y un olvido administrativo. Si lo hace, nuestras catedrales jurídicas seguirán llenándose de incienso y solemnidad, pero quedarán cada vez más vacías de credibilidad y, lo que es peor, de dignidad democrática.

Adrián Atienza Ruiz
Adrián Atienza Ruiz
Director Editorial
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