Zamora y Galicia arden entre la desidia autonómica del PP, marcada por recortes y ausencia de prevención que abren la puerta a responsabilidades jurídicas
El verano en España no es sólo estación de cerveza fría y siestas apacibles; es también el tiempo en que la península se convierte en altar encendido. Cada hectárea calcinada es una plegaria arrancada de raíz, cada ladera ennegrecida es una acusación contra quienes juraron guardar la casa común y la dejaron abierta al saqueo del fuego. Zamora y Galicia, territorios de antiguos monasterios y fragas míticas, se han vuelto este año un escenario bíblico: allí el fuego ha descendido como plaga, y en su humo se dibujan las sombras de la política.
El Partido Popular, que gobierna esas tierras con la solemnidad de los viejos caciques y la ligereza de quien cree que el campo es solo postal de campaña, ha tratado de convertir la tragedia en munición parlamentaria contra el Gobierno. Convocaron comparecencias, exigieron dimisiones, levantaron la voz en la Diputación Permanente como quien se persigna antes de entrar en la hoguera. Pero la realidad, como un boomerang incandescente, volvió contra ellos. Porque las llamas no entienden de retórica: se alimentan de la dejadez, de presupuestos recortados, de brigadistas ausentes y sin formación ni medios, de planes de emergencia nunca escritos o guardados en cajones olvidados.
El fuego como arquetipo y acusador histórico
Desde tiempos remotos, el fuego es juez de reyes y verdugo de pueblos. Roma ardió con Nerón, Lisboa se convirtió en ceniza en 1755, y en España, los incendios de los montes gallegos fueron relatados ya en crónicas medievales como castigos divinos contra los señores que abusaban de los campesinos. El fuego es metáfora y realidad: destructor y purificador.
Hoy, sin embargo, no es el dedo de Dios el que lo enciende, sino la negligencia humana y la imprevisión política. Y frente a esa negligencia, el Derecho se convierte en nueva teología: códigos y leyes son las tablas de piedra que señalan a los responsables.
La Constitución de 1978 no preveía dioses del fuego, pero sí vigilantes de la tierra. El artículo 148.1.9.ª entrega a las comunidades autónomas la competencia sobre montes y aprovechamientos forestales. Es decir, el deber de prevenir y extinguir incendios. Castilla y León, Galicia, feudos del PP, asumieron ese encargo como quien recibe una espada ancestral. Pero, en vez de blandirla, la dejaron oxidarse. El guardián se durmió y el bosque ardió.
En Zamora, donde el humo cegó pueblos enteros, Alfonso Fernández Mañueco apareció tarde, como actor que llega a escena cuando ya solo quedan cenizas. En Galicia, Alfonso Rueda repitió el mismo gesto: días de silencio antes de posar su figura ante cámaras y brigadas exhaustas. Gobernar no es llegar a hacerse la foto en el umbral del desastre, sino anticiparse, organizar, prevenir. El Derecho lo sabe: el artículo 106.2 CE y la Ley 40/2015 reconocen la responsabilidad patrimonial de la Administración por el funcionamiento anormal de los servicios públicos. Y nada más anormal que un operativo desmantelado por recortes cuando el enemigo es tan antiguo como el verano.
Las cifras como ceniza que acusa
El lenguaje del humo es difuso, pero el de los números es inexorable. Entre 2023 y 2025, las comunidades gobernadas por el PP redujeron un 28% la inversión en prevención forestal. La extinción, ese ejército de hombres y máquinas que debería ser vanguardia, perdió un 8% de sus recursos. Mil brigadistas menos, mil hachas menos, mil pares de botas menos frente a un fuego que nunca descansa.
Estos números son cadáveres contables. Cada recorte es una sentencia diferida: la del agricultor que pierde su cosecha, la del ganadero que contempla su establo reducido a humo, la del anciano que abandona la aldea porque las llamas se llevaron hasta los caminos. Y detrás de cada cifra late un principio jurídico: la inacción puede ser causa de indemnización. Los tribunales contencioso-administrativos lo han dicho: cuando la Administración desatiende su deber y el ciudadano sufre, hay nexo causal, hay responsabilidad.
La responsabilidad patrimonial: ciudadanos frente al abandono
El artículo 32 de la Ley 40/2015 y el artículo 106.2 CE establecen que los ciudadanos tienen derecho a ser indemnizados por toda lesión sufrida en sus bienes o derechos como consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos.
Esto significa que, cuando un cortafuegos no se limpia, cuando las brigadas no llegan a tiempo, cuando los protocolos se diseñan más para tranquilizar despachos que para salvar bosques, la Administración autonómica se convierte en responsable patrimonial. El vecino que ve su finca arrasada, el ganadero que pierde su rebaño, el empresario turístico que observa cómo se esfuma su temporada: todos ellos pueden acudir a la vía administrativa y, después, a la contencioso-administrativa.
En Galicia, asociaciones de vecinos y comunidades de regantes han comenzado a estudiar demandas. En Zamora, los abogados de damnificados compilan pruebas: fotos de cortafuegos convertidos en matorrales, informes técnicos ignorados, llamadas de auxilio que nadie respondió. El problema es que la transparencia, virtud constitucional, se disuelve en el humo. Archivos incompletos, estadísticas maquilladas, informes extraviados: todo el repertorio de la opacidad. El ciudadano arde dos veces: en su terreno y en su derecho.
Desde el punto de vista jurídico los afectados pueden ya iniciar reclamaciones administrativas previas: reclamaciones por pérdidas de viviendas, por daños a explotaciones agrícolas, por perjuicios derivados del cierre de carreteras o cortes eléctricos. El procedimiento exige acreditar el nexo causal entre la omisión administrativa y el daño concreto, apoyándose en peritajes y pruebas documentales. Y si la administración autonómica calla o deniega, la vía judicial contencioso-administrativa abre la segunda batalla.
La política y la imprudencia
El Código Penal castiga los incendios forestales (art. 352 y siguientes). Lo hace pensando en pastores descuidados, en pirómanos, en chispas imprudentes. Pero ¿qué ocurre cuando la imprudencia es institucional? ¿Qué pasa cuando no es un mechero el que prende la llama, sino un decreto de recorte, una orden de congelar plazas de brigadistas, un silencio administrativo frente a advertencias técnicas?
En España, las Administraciones Públicas no son penalmente responsables, pero sus servidores sí. Los artículos 404 a 408 del Código Penal contemplan la prevaricación y la omisión del deber de socorro. Y si un político o un funcionario ignora de forma dolosa o gravemente negligente un deber legal, la frontera entre la torpeza y el delito se difumina. La Fiscalía de Medio Ambiente ha tanteado ya esta vía en ocasiones anteriores. ¿Acabaremos viendo presidentes autonómicos comparecer ante un juez, no ya como oradores parlamentarios, sino como acusados? El humo no responde, pero la sociedad empieza a exigirlo.
El bosque como víctima y acusador
La Ley de Montes de 2003 no es solo un manual forestal: es un catecismo ecológico. Obliga a las Comunidades Autónomas a elaborar planes de defensa contra incendios, mapas de riesgo, protocolos de coordinación con la UME y el Ministerio para la Transición Ecológica. Pero esas obligaciones, convertidas en letra muerta, arden con el primer rayo. Y cuando arden, no solo se pierden árboles: desaparece biodiversidad, se erosionan suelos, se alteran ciclos hídricos. Cada hectárea perdida es un siglo de vida futura arrancada de cuajo.
El Derecho ambiental ha desarrollado incluso principios de sostenibilidad presupuestaria (art. 4 de la Ley General Presupuestaria). Porque gastar menos hoy en prevención supone gastar millones mañana en restauración. Pero el ciclo electoral es más corto que el ciclo del bosque. Y así, el gobernante prefiere ahorrar un euro en brigadas aunque mañana deba pedir diez en ayudas europeas. La naturaleza se convierte en rehén de la aritmética política.
Los ciudadanos como nuevos litigantes del fuego
Los incendios de Zamora y Galicia han despertado una conciencia cívica que se traduce en acción jurídica. Propietarios agrícolas pueden iniciar reclamaciones patrimoniales por pérdidas de cosechas; ganaderos, por la muerte del ganado asfixiado; comunidades de regantes, por la destrucción de infraestructuras hídricas. Incluso las asociaciones ecologistas pueden plantear demandas basadas en la infracción de normativa ambiental y exigir medidas cautelares de restauración.
Además de la vía contencioso-administrativa, se pueden activar acciones civiles por daños y perjuicios y solicitar medidas cautelares urgentes (art. 129 LJCA) para obligar a la Administración a ejecutar tareas de restauración inmediata. Esto significa que un vecino de una aldea gallega puede ya mismo plantear que el juzgado ordene la limpieza de cortafuegos o la reforestación preventiva para la próxima campaña.
El pacto imposible
El errático Gobierno central, en medio de la tormenta, ha ofrecido un pacto de Estado contra los incendios. Una tregua, un armisticio frente a un enemigo que no vota, que no distingue siglas, que no se deja seducir por campañas electorales. Pero el PP lo ha recibido con desconfianza. ¿Aceptarlo sería admitir su culpa? ¿Firmarlo sería entregar el relato? Mientras tanto, ERC, Sumar y Podemos reclaman que el pacto incluya reforma de la Ley de Bomberos Forestales, auditorías públicas, financiación estructural. Sin eso, advierten, será otra coartada retórica.
En la retórica popular, los pirómanos son monstruos de pulsera electrónica. En la realidad jurídica, los verdaderos pirómanos son los que apagan presupuestos y desarman brigadas. De nada sirve inventar castigos para villanos de telediario si se deja sin herramientas a quienes, con mangueras y turnos infinitos, son la primera línea contra el infierno.
El fuego como juez
El humo se disipa, pero la memoria queda. Y en esa memoria, el PP aparece como partido que quiso culpar al Gobierno central mientras sus propios reinos ardían. Zamora y Galicia quedarán como epitafios de una política que prefiere comparecer en el Congreso que comparecer ante los vecinos de una aldea calcinada.
Gobernar, decía Aristóteles, es prever. No comparecer entre las ruinas, no improvisar excusas, no levantar el dedo acusador cuando se es el primer responsable. El incendio verdadero no es el que arrasa pinares, sino el que consume la credibilidad política. Y ese incendio, alimentado por la desidia, es más difícil de apagar. Porque no hay brigada suficiente que extinga la llama del descrédito.
La última lección la dicta el bosque convertido en ceniza: la política que solo se dedica a culpar arde más rápido que los robles de Galicia y las encinas de Zamora. Y cuando todo se quema, lo único que queda en pie es la verdad jurídica: quien tenía el deber de custodiar y no lo hizo, será siempre culpable. El fuego, juez implacable, ya ha dictado sentencia.