La reciente tragedia que ha sacudido a la opinión pública —la muerte de los hermanos Jota en un Lamborghini Huracán Evo alquilado— ha reactivado un debate recurrente y nunca resuelto: ¿Debe cualquier conductor con un permiso B estar legalmente habilitado para conducir un coche de más de 600 caballos de potencia? ¿Y si no es así, qué margen tiene el Derecho —constitucional y administrativo— para exigir un carné específico, pruebas psicotécnicas reforzadas o revisiones periódicas para estos casos?
En primer lugar, conviene recordar que la competencia en materia de tráfico y circulación de vehículos a motor corresponde de forma exclusiva al Estado, conforme al artículo 149.1.21.ª de la Constitución Española. Este precepto legitima la existencia de un marco homogéneo de regulación técnica, seguridad vial y otorgamiento de permisos, sin perjuicio de las competencias de ejecución que pueden ostentar las Comunidades Autónomas en virtud de su estatuto de autonomía y la doctrina del Tribunal Constitucional.
Es esta estructura la que ha permitido que el Reglamento General de Vehículos (RD 2822/1998) y el Reglamento General de Conductores (RD 818/2009) sigan habilitando la conducción de vehículos de 600 o más caballos de potencia con un permiso B estándar, idéntico al exigido para un Fiat Panda. La norma ni exige ni contempla diferenciación de habilidades o formación según el tipo de vehículo, lo que genera una disonancia jurídica cada vez más difícil de sostener: ¿puede considerarse razonable —y constitucionalmente legítimo— un marco normativo que trata por igual situaciones objetivamente desiguales?
El mismo carné que permite conducir un utilitario urbano habilita también para un Ferrari SF90 de 1.000 CV
La Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial (RDL 6/2015) consagra en su artículo 1.1 la seguridad vial como objetivo prioritario de la normativa, en coherencia con los principios de proporcionalidad, prevención y precaución que rigen la actuación administrativa. Dicha seguridad debe entenderse no sólo como una finalidad técnica, sino como una dimensión concreta del interés general, sobre el cual se construye toda la legitimidad de la intervención pública.
Este principio adquiere una relevancia constitucional cuando se confronta con el derecho a la vida e integridad física (art. 15 CE), cuya protección efectiva impone a los poderes públicos un deber activo de regulación. En este sentido, limitar el uso de vehículos potencialmente peligrosos no sería una injerencia en los derechos del titular del coche, sino una manifestación del deber de protección general.
El Tribunal Constitucional ha subrayado en múltiples sentencias que los derechos fundamentales no se ejercen en el vacío, sino dentro del marco normativo que garantiza la convivencia en libertad. Así, el derecho a circular (derivado de la libertad de circulación del artículo 19 CE) puede ser legítimamente limitado por razones de seguridad, siempre que la limitación sea proporcionada, razonable y motivada (STC 110/2021, entre otras).
La normativa española en vigor —principalmente el Reglamento General de Conductores (RD 818/2009)— establece una clasificación de permisos basada en la masa del vehículo, el número de plazas o su uso profesional. Pero no introduce diferenciación alguna según el rendimiento técnico del coche. Así, el mismo carné que permite conducir un utilitario urbano habilita también para un Ferrari SF90 de 1.000 CV. La única limitación real es económica: quien puede pagar, puede conducir.
Jurídicamente esto podría ser, cuando menos, cuestionable. El principio de proporcionalidad exige que los medios administrativos se ajusten a la peligrosidad del bien regulado. Si para conducir un autobús urbano de 12 toneladas se requiere un permiso D y formación específica, ¿por qué no exigir algo similar para un vehículo capaz de alcanzar 300 km/h en carretera?
¿Sería constitucional un carné especial?
Una objeción frecuente es que imponer un permiso específico para superdeportivos vulneraría la libertad de circulación del artículo 19 CE. Esta objeción, sin embargo, es débil. El Tribunal Constitucional ha afirmado reiteradamente que los derechos fundamentales no son absolutos y pueden ser restringidos cuando existen razones objetivas, proporcionales y adecuadamente motivadas (STC 292/2000, sobre protección de datos; STC 62/2008, sobre libertad de empresa).
En este caso, el objetivo no sería limitar el desplazamiento, sino graduar el acceso a un tipo de vehículo que exige aptitudes superiores. Y lo haría con criterios técnicos, objetivos y predecibles: potencia, relación potencia/peso, aceleración, etc. Además, desde la perspectiva del artículo 9.2 CE —que obliga a los poderes públicos a promover la seguridad y remover obstáculos para la igualdad—, imponer pruebas específicas o formación adicional podría considerarse una obligación positiva del Estado para evitar riesgos desproporcionados.
Sin embargo, desde el estricto punto de vista técnico y jurídico actual, el carné de conducir B acredita legalmente la aptitud para manejar cualquier turismo de hasta 3.500 kg, independientemente de su potencia. Así lo establece el Reglamento General de Conductores, conforme a la normativa europea. Modificar este régimen supondría alterar un sistema armonizado a nivel comunitario, que ha resistido décadas de evolución sin ceder ante las modas del mercado ni los pánicos morales. Si la Unión Europea no ha visto necesario crear una categoría especial para superdeportivos, ¿tiene sentido que España se embarque en esa aventura en solitario?
Por otra parte, el derecho a circular libremente por el territorio nacional —reconocido en el artículo 19 de la Constitución— no distingue entre coches modestos y coches de lujo. Imponer trabas añadidas al uso de ciertos vehículos equivale a restringir ese derecho, sin que exista una justificación sólida más allá del “por si acaso”. Y eso abre la puerta a la desproporción. Como recuerda el Tribunal Constitucional, cualquier restricción a un derecho fundamental debe superar un test triple: finalidad legítima, necesidad y proporcionalidad. Un carné especial para superdeportivos puede superar el primero, pero difícilmente aprobará los otros dos si no hay evidencia de mayor riesgo real.
Doble vara de medir en la fiscalidad del lujo motorizado
Paradójicamente, mientras el Derecho administrativo no impone trabas adicionales para la conducción de superdeportivos, sí grava su tenencia con criterios de lujo. El Impuesto de Matriculación, el de Vehículos de Tracción Mecánica y el IRPF en caso de uso empresarial introducen criterios de capacidad del motor y valor del vehículo que sí reconocen su carácter excepcional. ¿Por qué no se traslada esa excepcionalidad al terreno de la seguridad vial?
La respuesta puede estar en la presión de la industria del automóvil, en la inercia regulatoria o, sencillamente, en la falta de una estrategia estatal coherente en materia de conducción de vehículos de alto rendimiento. Esta laguna normativa convierte al Estado en responsable indirecto por omisión, en la medida en que no articula mecanismos preventivos eficaces frente a riesgos objetivamente previsibles.
¿Y la responsabilidad patrimonial del Estado?
Cabe preguntarse si, ante un accidente causado por un conductor legalmente habilitado pero evidentemente incapaz de controlar un superdeportivo, cabría reclamar responsabilidad patrimonial a la Administración por haber omitido controles razonables. La doctrina sobre responsabilidad patrimonial exige concurrencia de daño, funcionamiento anormal del servicio público y relación de causalidad. ¿Podría considerarse anómalo permitir que cualquier conductor acceda, sin formación específica, a un vehículo con prestaciones propias de competición?
La respuesta no es evidente, pero el debate jurídico está servido. La jurisprudencia contencioso-administrativa ya ha reconocido supuestos de responsabilidad por omisión de deberes normativos, sobre todo en el ámbito sanitario y de seguridad pública. Y si el Estado es responsable por no prever un deslizamiento en una vía mal señalizada, ¿por qué no sería responsable por no prever que un coche de 650 CV alquilado a un menor de 25 años podría acabar en tragedia?